lunes, 11 de julio de 2011

RELATOS ERÓTICOS

NUEVOS PLACERES



Natalia –una chica de ojos verdes,  cintura diminuta,  nariz respingada,  pómulos altos,  labios pequeños y cabellos negros y sedosos– esperaba a su gorda amante.  En la habitación del Hotel América hacía bastante calor.  La joven tenía puesto un vestido de hilo en azul profundo,  con guarda calada entre el busto generoso y la cintura,  y anchos breteles.  Dios,  perdoname por tener sexo con una mujer,  pensó Natalia,  al tiempo que se servía un vino blanco fino en una copa labrada.  De pronto,  Andrea abrió la puerta y entró,  esbozando una estúpida sonrisa.  El corazón de Natalia dio un brinco.
     –Amor,  qué linda estás –dijo la gorda,  quien se acercó para darle un beso en plena boca.
     –Lo de amor se te habrá escapado –espetó Natalia.
     Andrea la miró,  sorprendida,  al oír esas palabras.
     –No arruines esta noche –murmuró,  en tanto acariciaba los labios de Natalia,  que enseguida se apartó.
     –No sé por qué hago esto –dijo Natalia.
     –Porque necesitás un trabajo,  tontita.  No te olvides de que pronto vas a ser mi secretaria.
     Andrea era una famosa abogada,  graduada en la Universidad Nacional del Sur de Bahía Blanca.  Había ganado muchos casos difíciles,  y por tanto,  su posición jerárquica era muy importante.
     Natalia observó a Andrea y sintió náuseas.  Además de ser obesa,  Andrea era terriblemente fea.  Carecía de curvas,  a veces no se depilaba las axilas ni las piernas,  y para colmo parecía un tipo,  con su pelo corto lleno de gel.  Hacía una semana que la joven era novia de Andrea,  aunque no habían tenido oportunidad de procurarse placer mutuamente.  Las cosas que hay que hacer para tener trabajo,  se dijo Natalia para sus adentros.
     –¿Te gusta mi vestido de seda? –preguntó Andrea,  sonriendo.
     Parecés una carpa ambulante.
     –Es muy bonito –opinó Natalia,  tras haber bebido un trago de vino.
     –Gracias –sonrió la gorda–.  Bueno,  basta de hablar.  Sacate la ropa.
     –Me da vergüenza –objetó Natalia,  sin mirar a Andrea.
     –Mirá,  Naty,  yo sé que para vos es todo una novedad estar con otra mujer,  pero confiá en mí.  Sé cómo excitar.  Y te va a encantar,  creéme –dijo Andrea,  y enseguida se sentó en la cama,  y le recordó a Natalia que se desvistiera lentamente,  por lo cual la morocha tomó coraje,  y se fue quitando el vestido.  Cuando quedó con una tanga diminuta y corpiño,  Andrea se tocó su sexo por encima del vestido.  Natalia reparó en que la gorda se estaba poniendo cachonda,  y sonrió para sí.  Estoy aprendiendo a seducir,  pensó Natalia,  y al punto se aproximó hacia Andrea,  y se bajó la ropa interior,  a fin de que viera su vagina depilada,  y luego se subió la prenda con movimientos sensuales,  al mismo tiempo que se pasaba la lengua por los labios pintados de rosa,  provocativa.  Andrea se masturbaba.  Tenía que poseer ese cuerpo de mujer,  porque Natalia se dio vuelta,  y le ofreció la visión tentadora de una cola redonda y firme,  la tanga bien metida en aquel trasero que ya era la perdición de Andrea.
     –Mmm...,  cómo me calentás,  mierda –jadeó la gorda,  y se abalanzó sobre la chica,  y la besó varias veces.  Cayeron en la cama,  dándose besos de lengua.  De inmediato,  Andrea se despojó de su vestido,  y quedó desnuda.
     –¿Qué vas a hacer? –preguntó Natalia,  curiosa.
     –Te voy a coger hasta volverte loca.
     Con los dientes,  Andrea le sacó la tanga,  y escuchó que su amante soltó un gemido ronco.  Luego,  le quitó el corpiño,  y chupó los pechos una y otra vez.  Miró a Natalia,  y notó que la joven gozaba con las cosas que le hacía.  A continuación,  metió la lengua en la vagina de Natalia,  quien aferró las sábanas,  y gritó.  Le estimuló la zona genital un buen rato,  y para sorpresa de la morocha,  la hizo poner boca abajo,  y lamió la cola.  Natalia se excitó como nunca al sentir la boca de Andrea que entraba y salía de aquel lugar íntimo.  Andrea estaba húmeda.  Al poco,  Natalia acabó temblando,  agitada su respiración,  y satisfecha por completo.  Sin dudas,  Andrea tenía experiencia con mujeres,  como bien pudo comprobar Natalia.
     –Quiero hacerte el amor –murmuró Natalia con timidez.
     –¿Eh?
     –Quiero hacerte el amor –repitió la joven.
     –Soy toda tuya –afirmó Andrea,  y aguardó a ver qué hacía su amante para complacerla.
     Natalia se ubicó encima de Andrea,  y le dio pequeños mordiscos en los labios,  y como su novia emitió un gemido agónico,  saboreó el interior de la boca de Andrea con su lengua enloquecida.  Natalia sonrió,  juguetona y femenina.  Chupó los senos de Andrea,  tomándose todo el tiempo del mundo en ello,  provocando con la succión,  haciendo que la abogada anhelara más placer.  Luego,  su lengua entró en el sexo de Andrea,  que creyó morir de calentura.
     –¿Te gusta? –inquirió Natalia.
     –Mmm...  Síii.
     –Amo tu sabor –dijo la morocha,  y  volvió a lamer la concha de Andrea,  ya mojada,  en tanto tocaba los senos de la gorda,  quien quería hacerle lo mismo,  pero Natalia no la dejaba moverse.  Le gustaba ser la dominadora,  la que tuviera el control de la situación. 
     Por fin,  Andrea estalló en un orgasmo infinito,  y Natalia mamó los jugos sexuales de su novia.
     Permanecieron abrazadas,  mimándose.  Andrea encendió un cigarrillo,  y le convidó pitadas a Natalia.  La abogada se sentía en la gloria eterna de las lesbianas.
     –¿Te gustaría que nos bañemos juntas? –preguntó Andrea.
     –Sí –respondió Natalia,  ya libre para siempre de todo prejuicio.
     Se besaron largamente.
     Mucho tiempo después,  el amanecer las encontró con los cuerpos entrelazados,  y con la marca del deseo a flor de piel.

sábado, 18 de junio de 2011

HISTORIAS 2011



UN AMOR PARA MONCHO PEREYRA



Aunque lo negara,  Eduardo Pereyra,  alias “Moncho” para todo el mundo,  era un romántico incurable.  Se emocionaba escuchando Me va a extrañar,  del reconocido cantante Ricardo Montaner,  o bien recordaba con ilusión a la primera novia,  la cual siempre es inolvidable,  más allá de si fue una mala experiencia o no.  Antes que nada,  pasaré a describir el aspecto físico del mentado señor:  flaco,  ojos marrones,  morocho,  altura normal,  medio feo.  Una persona común y corriente de 30 años,  quien se había enamorado varias veces,  pero con la desdicha de no haber sido correspondido,  y creo que ahí estaba la madre de todos sus males:  Moncho quería que una chica linda lo quisiera,  cosa harto entendible,  y se reprochaba no haber nacido con algo de facha.  Sin embargo,  yo no sé por qué carajo se quejaba si había andado con una tal Natalia Ortelli,  una morocha que tenía un culo que era la locura,  y esta mina era de tener buen gusto.  Según me contaron,  ella lo había sacado cagando porque se aburría de Moncho.  Tan prendado estaba Moncho de Natalia que mucho tiempo después aún seguía hinchando las pelotas con esa chica,  quien se cruzaba con él en el pueblo,  y apenas se dignaba a mirarlo,  para desgracia de nuestro amigo.  Con el “Lali” Ezcurra,  un tipo que se las sabe todas respecto de Internet,  le presentamos a una gorda simpática con objeto de que formara pareja y tal vez encontrara el amor.  Pero no dio resultado,  ya que no había química entre ellos,  ni siquiera para ser amigos,  era lo que nos contó el propio Pereyra mientras tomábamos mate en casa del Lali,  y mirábamos videos de los 80’s.
     –¿No la habrás espantado con el mal aliento? –dijo el Lali.
     –Pará,  no seas jodido,  che –festejó Moncho la broma del Lali con una risotada.
     –¿Y si le presentamos a Guillermina Rey,  la pendeja hermana de la paraguaya? –pregunté yo,  en tanto aceptaba un mate dulce que me convidaba el Lali.
     –No creo que le dé bola –señaló el Lali–.  Esa chica es muy exquisita.  No se fija en crotos como nosotros.  Ha andado con tipos de familias acomodadas,  que tienen unos coches de la putísima madre.
     –Pero quien te dice que en una de ésas tenés suerte –dije a Moncho–.  Vos dejá que hable con la pendeja.
     –Cuando le muestre el pedazo de verga que tengo,  se le va a hacer agua la boca,  ja,  ja.
     El Lali y yo nos reímos.
     Así que fui a hablar con Guillermina (realmente era atractiva),  y le comenté que tenía a alguien para presentarle,  y si estaba interesada en conocer a Moncho.
     –¿Tiene coche? –quiso saber la hija de puta.
     –No,  anda caminando.  Pero…
     –Dejá,  Negro,  te agradezco.  Chau.
     Prácticamente,  me cerró la puerta de su casa en la cara.  A Moncho decidí no contarle mi encuentro con la pendeja,  porque temía yo que se pusiera mal.
     Días más tarde,  el Lali Ezcurra había conseguido el número del celular de Claudia Albertari,  conocida de él de la época del secundario.  El Lali le habló de Moncho,  y la mujer aceptó conocerlo.
      –No sé si se van a arreglar como novios,  pero con la tirada de goma que le va a dar,  Moncho va a creer que tocó el cielo con las manos –me dijo el Lali en los estudios de FM del Sol.
     –Mirá vos.  Si lo veo a Moncho de la mano con Claudia,  voy a putear tanto de envidia –dije a guisa de broma.
     –¡Ja,  ja,  ja!
     Yo estaba más ilusionado que el mismo Pereyra,  porque no era mala persona.  No tenía maldad ni para matar una mosca.
     Tuve noticias de Moncho una semana después,  y tomando un café en una confitería céntrica,  me relató cómo le había ido con la señorita.
     –Como el culo –me confió Moncho,  y lo noté bastante deprimido–.  La loca esa es sadomasoquista.  Se calienta pegándole a alguien,  y yo con esas cosas raras no quiero saber nada.
     –¿Pero tuvieron sexo por lo menos? –pregunté yo,  procurando reprimir la risa.
     –¡No,  qué sexo!  Me llamó al celular,  y ahí nomás arreglamos una cita en la plaza del centro.  Hablamos un poco,  y me invitó a su casa.  En la habitación,  che,  había cerca de la cama una especie de pene de plástico unido a un cinturón de cuero,  y en la pared vi un cuadro grande de gente en pelotas,  no me preguntes quién pintó ese cuadro porque yo de pintura moderna no entiendo una mierda.  También vi colgado de la pared látigos,  esposas.  Bueno,  antes de cambiarse en otra habitación Claudia me hizo esperar sentado en la cama,  y dijo que me desnudara y que si quería podía tomar whisky que tenia sobre un barcito instalado en la pieza.  Me serví una medida,  y cuando tomé un trago sentí cómo me quemaba la garganta,  y calentaba mi cuerpo.  Al rato,  Claudia apareció
con un conjunto entero de látex,  muy apretado.  ¡El culo que tenía esa chica,  no sabés lo que era!  ¡Una hermosura,  Negro,  una hermosura!
     –Me imagino.  ¿Y qué te dijo Claudia cuando la viste entrar con esa prenda ajustada?
     –Me dijo:  “a partir de ahora sos mi esclavo,  y vas a hacer todo lo que yo te ordene,  y no digas nada porque te voy a dejar el culo rojo como un tomate”.  Eso me dijo,  me acuerdo bien.
     –¿Y vos qué hiciste en ese momento? –me reí.
     –No,  le dije:  “andá a cagar,  loca de mierda,  no me manda mi viejo me vas a mandar vos”.  Después tomé el whisky que quedaba,  me vestí,  y salí corriendo,  qué otra cosa podía hacer.  La mina protestaba,  decía que era una fantasía sexual,  quería que me quedara con ella.  No,  dejame de joder con perversiones.  Igual les agradezco que me hayan presentado a chicas.
     –Bueno,  Moncho,  pero no pierdas las esperanzas –le dije para consolarlo–.  Si sé de alguna chica que esté disponible te aviso.
     –No,  Negro,  es al pedo.  Prefiero estar solo,  tranquilo.  Tener novia es para problemas.
     –Estás equivocado.  No conociste a la mujer adecuada,  eso es lo que pasa.  Claudia Albertari no era para vos.  Lástima que no te la pudiste coger.
     –Sí,  es lo único que lamento –murmuró Moncho.
     Nos quedamos en silencio.  Vimos que entraban a la confitería un grupo de amigas jóvenes,  riéndose.  Luego nos marchamos.


      La siguiente mujer que le presenté a Moncho se llamaba Flavia Vernaci,  y se moría por conocer a un hombre,  y formalizar un noviazgo basado en el respeto,  en la confianza y,  obviamente,  en el amor.  Tales fueron las palabras dichas por ella cuando la llamé a su teléfono móvil (no me pregunten quién me pasó el dato de ese número),  y me encantó oír su voz sexy.  Le aclaré que Moncho era medio tímido,  buen muchacho,  y que no se iba a encontrar con un galán de telenovelas.  Flavia me contestó que la pinta era lo de menos,  y que lo importante es lo de adentro,  ser buena persona,  y creer en Dios,  porque si uno se porta mal en la tierra,  tiene por castigo ir al infierno.  No entendí qué tenía que ver Moncho con Dios y el infierno,  mas no dije nada,  y le pasé el número del móvil de Pereyra a Flavia,  que lo agendó y tras dejarme besos,  colgó.


     Era de esperarse que si Moncho no lograba que Flavia fuera su novia,  tiraba la toalla a la mierda,  y se metía de monje en un monasterio con el firme propósito de hacer votos de silencio el resto de su vida.  Esto último es una exageración mía.  Sería demasiado para un tipo como Eduardo Pereyra llegar a ese punto,  y no querer saber nada más con mujeres,  por un largo tiempo.
     Días después,  Moncho me invitó a tomar una cerveza en TE MATARÉ BONITA,  y me contó con lujo de detalles el encuentro entre Flavia y él.
     –Che,  te noto mal –le dije,  a juzgar por la cara de culo que tenía el pobre.
     –¿Y cómo no querés que esté mal con la loca que me mandaste y sus fantasías de mierda?  Vos me presentás a cualquiera.
     –Escuchame,  pelotudo:  ¿qué sabía yo cómo era la mina?  No tengo la bola de cristal.  La conozco de vista nomás,  no soy amigo de ella.  A mí por teléfono me pareció simpática,  una chica piola.  Agradecé que me molesté por vos,  y hablé con ella.  Ahora si te pidió que le cumplas una fantasía,  y te negaste,  es tu problema,  viejo.
     –Tenés razón –estuvo de acuerdo Moncho,  tras beber un trago de cerveza.
     –¿Viste que es linda chica?
     –Sí,  bueno,  te cuento,  entonces.  Fijamos una cita en la plaza del centro. 
     –¿Siempre en la plaza? –sonreí.
     –Otro lugar no se me ocurrió.  En la placita del barrio P.Y.M. se enteran todas las viejas chusmas,  más metidas que calzón de gorda.  Como te decía,  la chica llegó puntual,  bien vestida y maquillada,  me di cuenta de que se había bañado por el pelo mojado,  un detalle boludo,  pero son cosas que a uno le quedan grabadas.
     –Claro.
     –Dimos unas vueltas por el centro,  hablamos de nuestras vidas,  de los sueños,  el amor,  la amistad.  Más la miraba,  más me gustaba.  Flavia era de ese tipo de chicas que te pueden romper el corazón en mil pedazos,  y ni hablemos de los cuernos.
     –De los cuernos y de la muerte nadie se salva –dije yo.
     –Así es.  Como ella dijo que tenía antojo de tomar un helado,  fuimos a una heladería,  y pedí un helado de frutilla y chocolate para ella,  y de
limón y vainilla para mí.  Yo me sentía el novio de Flavia,  aunque parezca una pavadez.
     –Es que a vos te gustaba ella.
     –Y sí.  En un momento dado salió el tema de los besos,  y supe que Flavia era una estudiosa en los distintos besos.
     –¿Le pediste una demostración? –pregunté.
     –Ya voy a llegar a esa parte.
     –A ver…
    –Me explicó que el beso con lengua es el más sensual;  el beso tentador es besar a la pareja hasta que no pueda resistirse más;  el beso de trompa o piquito es un beso rápido sólo con los labios;  en el beso broche se sujetan los labios de la pareja,  y bueno,  ahí le pedí una demostración si no era mucha molestia,  porque yo tenía una calentura de san puta.
    –¿Ella te besó?
   –Sí,  dijo que cerrara los ojos,  y me besó,  pero me quedé con ganas de más besos.  Después,  me invitó a cenar a su departamento,  y ahí la cagó hablándome de sus fantasías asquerosas.
     –¿Te pidió algo extraño?  ¿Difícil de cumplir?
   –Sí,  bastante.  Creo que ella tenía una fantasía fetiche con la ropa,  no sé.  Aparte,  antes de cenar se había cambiado de ropa.  Bah,  es un decir,  porque andaba casi en pelotas,  con una tanga y corpiño.  Está bien que estaba en su casa,  pero me pareció una falta de respeto hacia mi persona que Flavia anduviera con el culo al aire,  procurando excitarme,  y lo más lindo de todo es que lo conseguía.  Esto yo no se lo dije porque sabés que soy medio corto,  ¿viste?
     –A mí no me hubiera molestado cenar con una chica que ande en ropa interior –dije yo,  al tiempo que bebía más cerveza.
     –Es tu opinión –dijo Moncho–.  Le pregunté si no tenía miedo de resfriarse,  y me contestó que siempre en una cita en su departamento acostumbraba a andar en ropa interior de encaje.  Era como una cábala.
     –Ajá.  ¿Escucharon música romántica?
   –Sí,  Flavia había puesto un compacto de Fausto Papetti,  y había prendido algunas velas.  Un buen ambiente para la intimidad.  La cosa es que cuando dijo: “¿te animarías a usar un kilt para mí?”,  no supe qué carajo responder.
       –¿Una falda escocesa? –me asombré.
    –Eso,  sí.  Casi me caigo de culo,  porque lo dijo de un modo tan natural,  como si hubiera dicho,  “¿tenés fuego”,  “¿querés pasar al baño?”.
     –¿Y qué pasó?
    –Le dije que tendría que haber tenido una cita con un travesti,  y se ofendió,  me arrojó un vaso del vino del bueno que estábamos bebiendo.  Ese vino era carísimo,  Negro.  Le ofrecí un pacto.  Si me pagaba me ponía esa falda de mierda,   pero no aceptó.  Mi última carta era que me enseñara a besar al menos.  Tampoco quiso la mina.  Así que me echó,  insultándome con calificativos que hubiesen echo poner colorado a un carnicero,  mirá lo que te digo.
     –Hay gente rara –dije,  sonriendo.
     –Sí.  La mina se ponía cachonda viendo a un tipo con pollera.
     –Estoy anonadado.  Desconocía esa faceta de la Vernaci –dije,  y Moncho pidió otra cerveza.  La nueva confitería se estaba llenando de gente.  Había varias chicas guapas,  pero apenas si reparaban en nuestra presencia,  cosa que en verdad me importaba un carajillo.
   –Che,  mañana nos juntamos a jugar al fútbol con los muchachos,  en el vivero.   Andá si querés –invitó Moncho.
      –Okey,  voy a ir. 
     Comprendí que al cambiar de tema,  Eduardo Pereyra había dado por finalizada la charla sobre mujeres.  Afuera,  caía una leve llovizna.

Ojalá les haya gustado esta historia con costumbrista con humor.  Hasta pronto.

miércoles, 1 de junio de 2011

POEMAS DE INVIERNO

ESPERANZA


Pero nace una esperanza 
en cada aliento de vida,
en cada emoción del alma,
aunque me toque remar
contra toda la corriente,
y las musas de turno
ignoren mis poesías.

Y no puedo dejar de soñar
castillos en el aire,
cosas tan menos imposibles
como esperar que algún día
te dignes a decir que me amas,
a pesar de esta cara de nada,
y estas ganas de todo.
                                                                                             

 Esta poesía la escribí ayer, 31 de mayo,  y creo que en este caso,  la imagen es mejor que estos versos, pero tenía ganas de publicar algo, y cumplí el objetivo que me propuse.

sábado, 21 de mayo de 2011

HISTORIAS



LA VECINA

a Belén


En el mes de febrero del año del Señor,  exactamente a las ocho de la noche,  una nueva vecina se instaló en el barrio.  Lo recuerdo como si fuera hoy,  ya que por aquel entonces me sucedió algo fuera de lo común: me encontré un sapo morrocotudo en la vereda,  una cosa impresionante.  No tiene nada que ver con la llegada de esta joven vecina,  pero yo lo asocio así.  Ahí nomás,  aparté al batracio de una patada,  y me di a la tarea de mirar a la señorita.  A decir verdad,  lo primero que le vi fue los pechos que se notaban bajo un top ceñido,  y luego el culo,  cuando se dio vuelta para bajar un bolso de un auto.  En mi vida había visto semejante cola.  Estaba buenísima la mina.  Llevaba ella un short más apretado que la mierda.  Me juego las pelotas a que si palmeaba ese trasero firme,  me rebotaba la mano. 
     –Hola.  Soy Vanina –saludó la joven.
     –Linda cola.
     –¿Perdón?
     –Eh,  digo,  mucho gusto.  Me llamo Alejandro.
     –Ah,  encantada de conocerte.  Qué calor,  ¿no?
     Hasta el tono de voz tenía lindo: sensual,  como de locutora de radio.  Y los cabellos castaños suaves y largos.  ¿Qué shampoo usaría?
     –Sí,  terrible –dije, apartando la mirada de esos pechos turgentes.
     –¿No me ayudarías a bajar las cosas? –preguntó Vanina,  sonriendo.
     –Bueno.  ¿Vas a vivir sola?
     Qué pregunta indiscreta.
     –Sí.  Acabo de romper con mi novio.  Mejor sola que mal acompañada.  Quiero estar tranquila,  y disfrutar mi vida de soltera.
     –Está bien.
     Mi economía de palabras se debía a que la beldad de la vecina me ponía pelotudo.
     –¿Podés con esa caja? –se preocupó Vanina,  solícita.
     –Está…,  pesadísima –contesté,  temiendo una hernia.
     –Dejala en el living nomás.  Voy a tener que pagarte.
     –No hay problema.
     –Te convido con algo.  ¿Qué tomas?  ¿Cerveza?  ¿Gaseosa?
     –Podría ser una cerveza fría –respondí mientras llevaba cajas con vasijas y las depositaba en el living.
     –OK.
     Después de que terminamos de bajar todo,  nos sentamos a tomar la bendita cerveza.  Yo estaba transpirado.
     –¡Por fin! –exclamó ella–.  No veía la hora de terminar.  ¿Cómo te llamabas?
     –Jorgelio.
     –¿En serio?
     –No.  Alejandro.
     –Ja,  ja.  Y contame,  ¿tenés novia?
     –De momento prefiero estar solo –contesté.
     –Me parece bien.  Yo he andado con cada boludo –me confió Vanina,  tras beber un buen trago.
     –Claro.  No me digas que vos comparabas a tus novios.
     –Síii –sonrió.
     –Y todos salían perdiendo –dije yo.
     –Y sí.  Uno era peor que el otro.  Las comparaciones son odiosas,  no sé quién dijo esa frase.
     –Es cierto.  ¿Te gusta leer?
     –Novelas de suspenso,  románticas,  algún best seller.  ¿Y vos?
     –Escribo cuentos y poesías,  y también soy lector.  Tan realistas son mis historias que hasta yo me las creo.
     –¡Ja,  ja,  ja!  Qué lindo es eso de volcar sobre un papel las cosas que se le ocurren a uno.  Yo no tengo imaginación para escribir.  Hay que tener talento,  creo.
     –No creas.  Cualquiera puede escribir –dije,  reparando en que la joven tenía un lunar crea del labio superior.  Le quedaba sexy.  Seamos sinceros: en Vanina nada era horrible.  Insisto en esto,  porque sospecho que inclusive la raya del traste era hermosa.
     Nos despedimos con la promesa de volver a vernos.


     Pasaron los días con sus noches,  y de Vanina ni noticias.  A estas alturas,  confieso que me gustaba mucho,  pero no me animaba a encararla.  Si no me apuraba,  seguro que ella conseguía novio,  si es que tenía planeado buscar pareja.  Una chica que está que se parte de lo fuerte que es no puede estar sola.  Sería un desperdicio.  Me imaginaba que íbamos con Vanina por la avenida Santagada,  tomados de la mano,  mirando vidrieras,  aunque en Dorrego no hay mucho para ver.  O bien sentados en un banco de la plaza del centro,  abrazados y besándonos.  También me veía junto a Vanina en las playas de Monte Hermoso,  contemplando el atardecer,  sentados en la arena.  No soy muy romántico que digamos,  pero Vanina provocaba en mí esos ataques de romanticismo.
     La cuestión fue que una noche la volví a ver.  De pasada,  pues yo tenía que hablar con la quinielera,  y la crucé cerca de casa.  Me dijo “hola,  Negri,  después te veo”.  Me gustaba que me llamara Negri.  Ilusionaba a mi corazón de por sí solitario.
     Poco más tarde (aún no había cenado nada) escuché sonar el timbre.  Olvidé decir que yo moraba en una pequeña casa del barrio Arquitectura,  y que vivía sin más compañía que un gato gordo.  La casa me la había prestado una tía medio ricachona,  por un favor que yo le había hecho años atrás.  Vivía con lo justo,  haciendo trabajos temporarios,  pero nunca pasaba hambre.
     No había terminado de cagar cuando oí que Vanina me llamaba.
     –¡Pasá nomas,  ya salgo! –grité.
     No había ordenado la ropa que estaba tirada en el piso.  Es que no suelo tener visitas,  y cuando vienen es para pedirme favores,  como ciertos parientes.
     –¿Querés venir a cenar a casa? –preguntó la joven–.  Vamos a estar solos.
     –Bueno.  Espero que no hagas arroz,  porque se me va a poner la piel amarilla de tanto comer eso.  Voy a parecer un chino.
     –Ja,  ja.  Quedate tranquilo.  Encargué empanadas –sonrió Vanina.
     –Me alegro.  Disculpá,  no te saludé –dije,  y le di un beso en la mejilla.  Me envolvió un rico perfume de rosas.  Le descubrí otro lunar en el cuello,  que mal no le quedaba. 
     En tanto cenábamos empanadas tucumanas,  y bebimos gaseosa,  Vanina me contó la historia de su vida.  Pero no le presté mucha atención ya que la manera en que se había vestido me desconcertaba bastante: un jean muy ajustado y una remera corta.  El vaquero lo llevaba bien metido en el trasero.  Aprovechaba yo cada ocasión que se me presentaba para observarla,  no bien se daba vuelta para buscar algo,  aunque no quería quedar como un vulgar baboso.  Muchas esperanzas no tenía yo de que Vanina se fijara en mí como hombre.  Mentiría si dijera que las chicas hacían cola para estar conmigo.  Era uno más del montón.  Aparte,  usando gafas culo de botella,  peinado con la raya al medio,  y siendo medio flacucho,  pasaba desapercibido como una sombra.  Si alguna mujer me decía que tenía facha,  de seguro me largaba a llorar porque nunca nadie me había dicho nada,  por los motivos antes mencionados.
     –Te noto pensativo –hizo notar la joven.
     –No,  pensaba en las vueltas que da la vida.  Aunque te cagues de risa,  siento que te conozco desde siempre.  Días atrás,  no sabía que existías.
     –A mí me pasa lo mismo.  ¿Creés en la amistad entre el hombre y la mujer? –inquirió,  mientras tomaba una empanada y se la llevaba a la boca pintada de rosa.
     –Todos podemos ser amigos hasta que se demuestre lo contrario –dije a guisa de broma,  y Vanina se rió.
     –¿Pero vos tenés amigas?
     –Pocas pero buenas –contesté sin dar más detalles.
     Luego le conté la odisea de mi regreso de Tucumán,  que me habían robado el celular en la terminal de Dorrego.
     –Venía mal dormido,  muerto de cansancio –expliqué.
     –Por lo menos conociste a tus hermanos y a tu viejo.
     –Y a Mercedes,  mi madrastra,  y  otros parientes.
     Nos quedamos en amistoso silencio.  Vanina había dejado la tele prendida en MuchMusic.
     –Así es la cosa –dijo Vanina,  sin especificar qué carajo era la cosa.
     Tomé un trago de gaseosa y tuve que contener las ganas de eructar.  Advertí que la joven me miraba.  ¿Nunca había visto a un tipo que se pasaba de feo?
     –Tengo una contractura en el cuello –anuncié,  y era cierto ya que me costaba doblar el mismo.
     –¿Querés que te haga masajes? –se ofreció ella–.  Te va a hacer bien.
     –¡No!  Yo…  Esteee…
     –Dale,  es un rato nomás –insistió Vanina con un brillo en los ojos.
     Rogué a Dios para mis adentros que no me hiciera acostar en una cama.
     –¿No puede ser otro día?
     –No,  ahora.  Acostate en mi cama.  A ver ese cuello.
     –Dejá,  Vanina –dije,  mas quería que me tocara.
     –Vení –dijo,  tras examinar mi cuello.
     Me tomó de la mano y me condujo a su habitación.
     Acostado sobre la cama,  a poco de sentir las manos de la joven que masajeaba mi cuello,  solté un “ahhh” de alivio.
     –Estás muy contracturado.  Tratá de relajarte –murmuró Vanina.  Como ella se había ubicado sentada sobre sus piernas,  sentía su cercanía y era una tortura deliciosa.  Si alargaba la mano podía tocarle las piernas.
     –¿Cuánto cobrás la sesión de masajes?
     –Nada.
     Me estaba agarrando calor,  y no precisamente por el tiempo.  Reparé en que se iba formando una dureza allá donde te dije.
     –Mierda,  ya se me paró –dije,  expresando mis pensamientos en voz alta.
     –¿Qué dijiste?
     –Que tenés manos suaves.
     –Gracias.  Si habré masajeado a mis novios.  Me decían que era buena.
     –Y no le han mentido.
     No quería ni pensar en lo que hacían en la cama Vanina y su novio de turno.  Chanchadas,  porque una mina de treinta años no debía de ser inocente en asuntos sexuales.  Sin embargo,  me han contado que hay mujeres que por más bellas que sean,  en la cama no sirven ni para hacer un crucigrama.  Son frías y no han experimentado con fantasías,  puesto que el gusto está en la variedad,  ¿verdad?
     –Creo que ya está –dije.
     –Te masajeo la espalda,  de paso.  Sacate la remera.
     Ya no me gustaba tanto que siguiera tocándome.  Vanina estaba pasada,  ¿has visto?
     –Se me fue toda la tensión –dije.  Tenía yo la erección del siglo,  modestia aparte.
     –Nada que ver.  Tenés muchos nudos.  Con unos cuantos masajes más esta noche vas a poder dormir tranquilo –aseguró ella,  en tanto me quitaba la remera.
     –Como quieras –acepté de mala gana.
     No sé en qué momento me dormí.  Al despertar,  vi a Vanina durmiendo a mi lado en ropa interior de color rosa.  Admiré sus piernas bronceadas,  su nariz respingona,  su boca pequeña.  La tapé con una frazada,  y me marché.  Tal vez otro en mi lugar le hubiera robado un beso,  pero no me atreví a despertar a la bella durmiente.
    

     Me encontré en la calle al Rulo Flores,  a quien yo le había presentado a mi prima Yanina,  ahora de novia con un contador público.  No era boluda para elegir candidato la Yani.
     –Che,  ¿qué te pasó en la cabeza? –pregunté.
  .  –Rompí con la promesa que había hecho ¿te acordás?  A la mierda con los rulos,  me dije un día y fui a la peluquería y me rapé.  ¿Qué contás?  ¿Todo bien?
     –Sí.  Conocí a una mina que está buenísima.  Vanina se llama.  Somos vecinos.
     –¿Y qué onda con ella?
     –Nada.  Cenamos.  Hablamos bastante.  Me dio unos masajes y…
     –¿Pero vos sos boludo?  Negro,  esa mina se te está ofreciendo en bandeja.  No pierdas la oportunidad de cogértela.  No seas como yo,  que vi el otro día a Yanina,  y me dieron ganas de apretarme los huevos con una prensa.  La desprecié y me jodí.
     –Vamos por parte.  Que una chica te haga masajes no significa que quiera coger con vos.  Y ella no me ha tirado ninguna indirecta ni yo le di a entender nada.  Somos amigos,  nada más.
     –Te vas a arrepentir,  boludo.  Cuando consiga novio no te va a dar ni la hora.  Ojalá me equivoque.
     –Vamos a ver,  dijo un ciego.


     Era la hora de la siesta.  Yo había dormido mucho,  y por tanto no tenía sueño.  Así que me dediqué a ordenar el patio,  y por simple curiosidad se me dio por chusmear a ver qué había del otro lado del  paredón,  puesto que oía risas.  Me paré arriba de un tacho de basura,  y grande fue mi sorpresa al ver a Vanina con una amiga,  tomando sol,  acostadas boca abajo,  ambas en mallas enterizas de lycra. Si estuviera el Rulo,  se hubiera hecho una buena paja,  pensé reprimiendo una risa.
     –…Y después de los masajes,  ¿qué te dijo tu amigo? –quiso saber la amiga,  una rubia culigorda,  que no era tan fea.
     –Nada,  porque se durmió,  y al rato me dormí yo también –respondió Vanina.
     –Para mí es un boludo –espetó la rubia–.  Ni siquiera se animó a besarte.
     –¡La boluda sos vos,  gorda culona! –vociferé,  por lo cual perdí el equilibrio y caí.
     –¡Alejandro!  ¿Estás bien? –se preocupó Vanina.
     –Sí,  estoy bien –repuse,  algo dolorido.
     Vanina asomó la cabeza por encima del paredón.
     –¿Me estabas espiando? –inquirió con enfado.
     –¡No!
     –No mientas,  Alejandro.  ¡Sos un mirón!
     –Bueno,  sí –admití sonriendo–,  pero ¿qué tiene de malo mirar?  No es un delito.
     –Bueno.  Pedile disculpas a Guadalupe por haberle dicho “gorda culona”.
     –¿Dónde está tu amiga?
     –Hola –saludó la tal Guadalupe,  y medio que se sonrojó.
     –Hola.  No sé si pedirte disculpas.  Vos me dijiste boludo.
     –Te pido perdón –dijo la blonda–.  No sabía que estabas escuchando.
     –Está bien,  ya pasó –dije–.  Yo a vos te conozco.  ¿No estabas en la Banda Infanto-Juvenil,  hace mucho,  tocando la trompeta?
     –Sí,  qué memoria tenés –contestó Guadalupe–.  Era pendeja en aquel tiempo.  Vos tocabas trombón.
     –Sí,  sigo tocando.  ¡Cómo creció la nena! –me reí,  no obstante a nadie le causó gracia mis palabras.
     –Bueno,  Alejandro.  Nos vamos –se despidió Vanina con su mejor cara de culo,  sintiendo,  quizás,  que había perdido protagonismo por culpa de su amiga.


     Vanina ocupaba todos mis pensamientos.  Debía yo armarme de coraje y tirarle los galgos del amor,  aunque rebotara cual una pelota de básquet.  Pero tenía mis dudas acerca de si tal empresa fuera exitosa.  Tampoco podía vivir en una nube de pedos,  soñando con ella.  Sin embargo me aferraba a la esperanza de que al menos había onda entre Vanina y yo.  Y no hubiera deseado a ninguna otra mujer.  Sólo existía ella.
     Una noche de calor me puse a regar el césped del jardín.  En eso Vanina llegó en su auto.  Ni me saludó.  Qué culeada,  me dije.  Sin pensarlo,  le toqué la puerta varias veces,  y como no salía a atender entré sin pedir permiso.  Vanina se hallaba en el baño,  duchándose.  Era de esas personas que cantan mientras se bañan.  Me gustó su voz de soprano.
     –¿Quién anda ahí? –clamó Vanina–.  Voy a llamar a la policía.
     –Soy Alejandro,  che.
     –¿No te enseñaron que no podés entrar a una casa ajena sin permiso?
     –Perdón –dije,  y tomé asiento en un sillón cómodo–.  La puerta estaba abierta,  y creí que te había pasado algo malo.
     –No necesito que te preocupes por mí.  Soy una mujer adulta,  y sé cuidarme sola.
     –Mirá,  Vanina,  no te escondas en el baño.  Vení y decimelo en la cara si tenés ovarios.
     –Ya salgo.  Prepará el culo,  porque con la patada que te voy a dar no te vas a poder sentar en una semana –amenazó la joven.
     –¡Ja,  ja,  ja,  ja!  Qué miedo.
     –Hablo en serio.
     Minutos más tarde apareció Vanina,  vistiendo una pollera corta de jean,  sandalias y una musculosa de color turquesa.
     –¿Te sacaste la lotería que ya no saludás? –dije para fastidiarla.
     –No te vi.  Ponete cómodo.  Sentite como Pancho por su casa –se burló la señorita morocha–.  ¿A qué viniste?
     –A invitarte a comer un asado,  mañana a la noche.  Viene un amigo,  y podés traer a Guadalupe.
     –No sé,  voy a ver –dudó ella,  y encendió un cigarrillo.
     –No faltes.
     Le di un beso en la mejilla,  y me fui.
     –Chau,  mirón –se rió la desgraciada.
     –Andá a cagar.
    

     Yo no tenía ni idea de cómo se hacía un buen asado.  El ahora pelado Flores tampoco.
     –Hacer el fuego es una boludez –dijo Flores–.  Lo demás debe ser fácil.
     –Y bueno,  probemos –dije.
     Logramos hacer fuego,  y sobre la parrilla pusimos la carne y los chorizos.  Vanina me había confirmado que vendría con la amiga,  a eso de las diez de la noche,  y traerían más bebidas.  El Rulo había traído una botella de vino fino,  y yo había comprado cervezas.
     –¿Vos sabés el vino que vas a tomar? –quiso saber Flores.
     –No,  ni puta idea,  che.
     –Es un Malbec,  cosecha 1983,  cuando en ese entonces Alfonsín asumió la presidencia,  y restableció la democracia.  Los militares habían matado a mucha gente.  Se creían dioses que tenían poderes sobre la vida y la muerte de la gente.  Qué locos hijos de puta.  Para mí se les fue la mano con la represión y la desaparición de personas.
     –Sí,  sabía esa historia –murmuré,  mirando la botella que tenía el Rulo,  con deseos de tomar un trago.
     –Este vino es riquísimo,  Negro.  Hay que degustarlo bien despacio.  Disfrutar el sabor.  No tomar apurado porque te mamás enseguida.  Y ni se te ocurra rebajarlo con agua.
     –Sí,  claro.  Abrí la botella,  boludo –lo apuré al Rulo.
     –Pará,  pará,  no seas impaciente –pareció enojarse Flores,  al tiempo que acomodaba los chorizos y daba vuelta la carne para que tuvieran mejor cocción,  como si de verdad supiera hacer asado–.  Qué asado vamos a comer.  El asado sale bueno si el asador se pone en pedo.  Me dijo un amigo.  Es así,  che.
     –Dejate de joder,  Rulo,  y dame un trago.  Tengo sed –alargué la mano para quitarle la botella,  pero el Rulo no la soltaba.
     –¿Todavía no te tiraste a la  morocha?
     –No se dio la oportunidad –le confié.
     –Esta noche puede ser histórica para vos.  Ya te veo de novio con Vanina.  Dios le da el pan al que no tiene dientes.
     –¡Dame esa botella,  pedazo de pelotudo!
     Justo sonó el timbre de casa.  ¡Eran las chicas!
     –Tratá de portarte bien –advertí a Flores.
     Abrí la puerta,  y encontré a dos bellezas.  Me saludaron con un beso y las invité a pasar.
     –¿Tu amigo está? –se interesó Guadalupe,  la rusa culona.
     –Está haciendo el asado –informé.
     La blonda bien podría ser una futura pareja para el imbécil de Flores.  Los presenté al pelado,  quien no le sacaba los ojos de encima a Guadalupe.
     –¿Te gusta hacer asado? –fue la pregunta de Guadalupe.
     –No,  pero alguien tenía que hacerlo.  Te queda linda la pollera.
     –Bueno,  gracias –se sonrojó la rusa.
     Vanina fue hasta la cocina a preparar ensalada de repollo.  Yo la seguí.
     –Tu amigo es más baboso de lo que yo pensaba –manifestó Vanina.
     –Sólo le dijo un piropo.  Vos estás divina con ese short.  ¿Podrías dar una vuelta para mí?  Por favor. 
     –No seas desubicado –me retó la joven.
     Me acerqué a ella y le acaricié los cabellos.
     –No tenés los pelos pajosos –dije en tono de broma.
     –No me toques.
     –Bueno…  Necesito un trago –abrí una cerveza,  y me dirigí al patio trasero.  ¡Por Dios,  qué mujer histérica!
     –Tanto que jodías con el vino,  estás tomando cerveza –expresó el pelado al verme,  quien bebía vino de una jarra de plástico.
     –Andá a la puta que te parió.  Disculpá,  Guadalupe.
     –No hay problema –se sonrió ella–.  Yo también soy de putear.
     –Ojo con este tipo que es un mentiroso –dije yo–.  No creas en lo que te dice.
     –Tiene una teoría interesante sobre el hombre y la mujer –dijo la rubia.
     –Le contaba a Guadalupe que en realidad el hombre no levanta a la mujer.  Es al revés.  La mujer es la que te levanta.
     –¿Por qué? –inquirí,  interesado en la charla de Flores.
     –Y porque si la mujer no te da pie,  si no te da bola,  no pasa un carajo.  A veces una simple mirada basta.  El clásico coqueteo,  ¿no?  Las minas tienen mucho poder. Si ellas quieren,  nos tienen comiendo de la mano,   como quien dice –se entusiasmó el pelado Flores,  y creo que algo de razón tenía–.  Te digo más: viene una chica,  no importa si es linda o más fea que mi culo,  y te dice “vamos a la cama”,  sos un grandísimo pelotudo si te negás.  A no ser que seas gay.  Pero la mina te levantó.  Es así,  che. 
     –Depende del contexto social en que uno se encuentre –opiné.
     –Coincido con Alejandro–dijo Guadalupe,  aceptando la jarra de vino que le pasaba Flores.
     –¿No sienten olor a quemado? –dije yo.
     –¡La gran puta! –exclamó el pelado.
     Vanina observaba la situación desde la puerta que daba al patio.  Pudimos salvar la carne,  pero los chorizos tenían quemaduras de tercer grado.  Era una lástima.
     –¿Si encargamos unas pizzas? –sugirió Guadalupe,  temiendo que no alcanzara la comida.
     –Podría ser –contesté.
     Consulté con Vanina,  y ésta estuvo de acuerdo.  Al rato,  nos hallábamos cenando afuera,  bajo las plantas.  Soplaba una brisa fresca.
     –Está buena la carne –comentó la rubia.
     –Merezco un aplauso,  ¿no? –dijo Flores.
     Aplaudimos para complacerlo.  El boludo sonreía.
     –Alejandro,  ¿me alcanzás un pedazo de pizza? –pidió Vanina,  que se había sentado junto a mí.
     –Yo no sé cómo va a terminar nuestra historia –le dije a Vanina.
     –¿Qué historia?
     –Lo que hay entre vos y yo.
     –¿Estás loco?  No hay nada ni habrá.  No hablás en serio.
     –Era una joda –dije–,  quedate tranquila.  Rulo,  abrí otra botella de cerveza,  de las que trajeron las chicas.  ¿Vos qué tomás?
     –Vino me hace mal –dijo Vanina–.  Cerveza voy a tomar.
     –¿Trabajás?  ¿Estudiás? –le preguntó Flores a Guadalupe.
     –Estudio Psicología.
     –Brindemos por la futura psicóloga,  che.
     Después de los postres,  puse música por si alguien deseaba bailar.
     –¿Bailamos? –invitó Flores a Guadalupe,  quien no puso objeciones,  y ahí nomás se movieron al ritmo de una cumbia vieja.  Vanina y yo miramos,  divertidos,  las payasadas que hacía el Rulo al danzar.
     –¿Venís siempre a este boliche? –dije en broma a Vanina.
     –Qué idiota –se rió ella–.  Te está afectando el vino.
     –Un poco.
     Me aproximé aún más a la joven.  Guadalupe y Flores seguían danzando.  Por lo visto se llevaban bien.  Vanina me miró,  y esbozó una sonrisa tímida.
     –¿Querés que bailemos?  Me estoy aburriendo –dijo la morocha.
     –Como quieras,  pero te aviso que soy de madera para bailar.
     –No importa.
     Así que bailamos.  Trataba yo de no pisar los pies de Vanina,  quien se reía por algo que le contaba Guadalupe al oído.  El pelado me guiñó el ojo.
     –Contame de qué te reís –inquirí a mi compañera de baile.
     –No,  parece que nos quedamos solos.  Tu amigo se va con Guadalupe a dar una vuelta,  je, je.
     Aleluya,  pensé.  Esta puede ser mi gran oportunidad.
     Como a la media hora,  El pelado Flores,  hijo de mil putas,  se llevó a Guadalupe.
     –Suerte –les dije a ambos–.  Y diviértanse.
     –Gracias,  Negro –respondió Flores,  abrazando por la cintura a Guadalupe,  que también lo abrazaba–.  No se preocupen.  Guadalupe queda en buenas manos.  Adiós.
     Me serví más cerveza,  y encendí un pitillo.
     –Bueno,  al fin solos –dijo Vanina,  y bebió un trago de cerveza.
     –Eso tengo que decirlo yo.
     Vanina empezó a sacarse la ropa.  ¿A qué estaba jugando esta mina?
     –¿Vos querías verme en pelotas?
     –¿Qué hacés?  Te estás ofreciendo como una puta,  y no me gusta.
     –No te cobro nada,  Alejandro.  Los dos queremos un revolcón,  ¿no?
Vamos a la cama. 
     –Dejate de joder,  Vanina.  Estás pasada.
     –Ah,  ya entiendo.  Vos querés un amor,  ¿o me equivoco? –dijo ella,  tan seria.
     –No sé,  estoy confundido.  Hay veces en que te veo como una prima lejana,  una amiga especial.  Y una mujer deseable,  ya te digo.  Reconozco que he fantaseado con vos.  Pero sí,  quiero una novia…
     –Ajá.  Si no te jode,  me voy a dormir.  Estoy cansada.
     Comprendí que mis chances de tener una pareja estable con Vanina se habían ido al carajo.  Ella misma se había encargado de matar lo poco que sentía por la joven quedando como una prostituta de cuarta.
     –Podemos seguir siendo amigos –dije, algo triste.  Me contentaría con verla nada más.
     –Por mí no hay drama.
     Se despidió con un beso.  Me pareció que Vanina tenía los ojos llorosos.
     –Qué suerte de mierda –dije en voz alta, cuando me hube quedado solo,  y seguidamente hice apuntes sobre poesías que nunca iba a terminar.



    
  
la persona a quien está dedicada esta historia es Belén Romano,  mi hermana de Tucumán.  También a Jessica le va a gustar,  una luchadora incansable de fantasías inocentes, je je.  Hasta pronto.