sábado, 21 de mayo de 2011

HISTORIAS



LA VECINA

a Belén


En el mes de febrero del año del Señor,  exactamente a las ocho de la noche,  una nueva vecina se instaló en el barrio.  Lo recuerdo como si fuera hoy,  ya que por aquel entonces me sucedió algo fuera de lo común: me encontré un sapo morrocotudo en la vereda,  una cosa impresionante.  No tiene nada que ver con la llegada de esta joven vecina,  pero yo lo asocio así.  Ahí nomás,  aparté al batracio de una patada,  y me di a la tarea de mirar a la señorita.  A decir verdad,  lo primero que le vi fue los pechos que se notaban bajo un top ceñido,  y luego el culo,  cuando se dio vuelta para bajar un bolso de un auto.  En mi vida había visto semejante cola.  Estaba buenísima la mina.  Llevaba ella un short más apretado que la mierda.  Me juego las pelotas a que si palmeaba ese trasero firme,  me rebotaba la mano. 
     –Hola.  Soy Vanina –saludó la joven.
     –Linda cola.
     –¿Perdón?
     –Eh,  digo,  mucho gusto.  Me llamo Alejandro.
     –Ah,  encantada de conocerte.  Qué calor,  ¿no?
     Hasta el tono de voz tenía lindo: sensual,  como de locutora de radio.  Y los cabellos castaños suaves y largos.  ¿Qué shampoo usaría?
     –Sí,  terrible –dije, apartando la mirada de esos pechos turgentes.
     –¿No me ayudarías a bajar las cosas? –preguntó Vanina,  sonriendo.
     –Bueno.  ¿Vas a vivir sola?
     Qué pregunta indiscreta.
     –Sí.  Acabo de romper con mi novio.  Mejor sola que mal acompañada.  Quiero estar tranquila,  y disfrutar mi vida de soltera.
     –Está bien.
     Mi economía de palabras se debía a que la beldad de la vecina me ponía pelotudo.
     –¿Podés con esa caja? –se preocupó Vanina,  solícita.
     –Está…,  pesadísima –contesté,  temiendo una hernia.
     –Dejala en el living nomás.  Voy a tener que pagarte.
     –No hay problema.
     –Te convido con algo.  ¿Qué tomas?  ¿Cerveza?  ¿Gaseosa?
     –Podría ser una cerveza fría –respondí mientras llevaba cajas con vasijas y las depositaba en el living.
     –OK.
     Después de que terminamos de bajar todo,  nos sentamos a tomar la bendita cerveza.  Yo estaba transpirado.
     –¡Por fin! –exclamó ella–.  No veía la hora de terminar.  ¿Cómo te llamabas?
     –Jorgelio.
     –¿En serio?
     –No.  Alejandro.
     –Ja,  ja.  Y contame,  ¿tenés novia?
     –De momento prefiero estar solo –contesté.
     –Me parece bien.  Yo he andado con cada boludo –me confió Vanina,  tras beber un buen trago.
     –Claro.  No me digas que vos comparabas a tus novios.
     –Síii –sonrió.
     –Y todos salían perdiendo –dije yo.
     –Y sí.  Uno era peor que el otro.  Las comparaciones son odiosas,  no sé quién dijo esa frase.
     –Es cierto.  ¿Te gusta leer?
     –Novelas de suspenso,  románticas,  algún best seller.  ¿Y vos?
     –Escribo cuentos y poesías,  y también soy lector.  Tan realistas son mis historias que hasta yo me las creo.
     –¡Ja,  ja,  ja!  Qué lindo es eso de volcar sobre un papel las cosas que se le ocurren a uno.  Yo no tengo imaginación para escribir.  Hay que tener talento,  creo.
     –No creas.  Cualquiera puede escribir –dije,  reparando en que la joven tenía un lunar crea del labio superior.  Le quedaba sexy.  Seamos sinceros: en Vanina nada era horrible.  Insisto en esto,  porque sospecho que inclusive la raya del traste era hermosa.
     Nos despedimos con la promesa de volver a vernos.


     Pasaron los días con sus noches,  y de Vanina ni noticias.  A estas alturas,  confieso que me gustaba mucho,  pero no me animaba a encararla.  Si no me apuraba,  seguro que ella conseguía novio,  si es que tenía planeado buscar pareja.  Una chica que está que se parte de lo fuerte que es no puede estar sola.  Sería un desperdicio.  Me imaginaba que íbamos con Vanina por la avenida Santagada,  tomados de la mano,  mirando vidrieras,  aunque en Dorrego no hay mucho para ver.  O bien sentados en un banco de la plaza del centro,  abrazados y besándonos.  También me veía junto a Vanina en las playas de Monte Hermoso,  contemplando el atardecer,  sentados en la arena.  No soy muy romántico que digamos,  pero Vanina provocaba en mí esos ataques de romanticismo.
     La cuestión fue que una noche la volví a ver.  De pasada,  pues yo tenía que hablar con la quinielera,  y la crucé cerca de casa.  Me dijo “hola,  Negri,  después te veo”.  Me gustaba que me llamara Negri.  Ilusionaba a mi corazón de por sí solitario.
     Poco más tarde (aún no había cenado nada) escuché sonar el timbre.  Olvidé decir que yo moraba en una pequeña casa del barrio Arquitectura,  y que vivía sin más compañía que un gato gordo.  La casa me la había prestado una tía medio ricachona,  por un favor que yo le había hecho años atrás.  Vivía con lo justo,  haciendo trabajos temporarios,  pero nunca pasaba hambre.
     No había terminado de cagar cuando oí que Vanina me llamaba.
     –¡Pasá nomas,  ya salgo! –grité.
     No había ordenado la ropa que estaba tirada en el piso.  Es que no suelo tener visitas,  y cuando vienen es para pedirme favores,  como ciertos parientes.
     –¿Querés venir a cenar a casa? –preguntó la joven–.  Vamos a estar solos.
     –Bueno.  Espero que no hagas arroz,  porque se me va a poner la piel amarilla de tanto comer eso.  Voy a parecer un chino.
     –Ja,  ja.  Quedate tranquilo.  Encargué empanadas –sonrió Vanina.
     –Me alegro.  Disculpá,  no te saludé –dije,  y le di un beso en la mejilla.  Me envolvió un rico perfume de rosas.  Le descubrí otro lunar en el cuello,  que mal no le quedaba. 
     En tanto cenábamos empanadas tucumanas,  y bebimos gaseosa,  Vanina me contó la historia de su vida.  Pero no le presté mucha atención ya que la manera en que se había vestido me desconcertaba bastante: un jean muy ajustado y una remera corta.  El vaquero lo llevaba bien metido en el trasero.  Aprovechaba yo cada ocasión que se me presentaba para observarla,  no bien se daba vuelta para buscar algo,  aunque no quería quedar como un vulgar baboso.  Muchas esperanzas no tenía yo de que Vanina se fijara en mí como hombre.  Mentiría si dijera que las chicas hacían cola para estar conmigo.  Era uno más del montón.  Aparte,  usando gafas culo de botella,  peinado con la raya al medio,  y siendo medio flacucho,  pasaba desapercibido como una sombra.  Si alguna mujer me decía que tenía facha,  de seguro me largaba a llorar porque nunca nadie me había dicho nada,  por los motivos antes mencionados.
     –Te noto pensativo –hizo notar la joven.
     –No,  pensaba en las vueltas que da la vida.  Aunque te cagues de risa,  siento que te conozco desde siempre.  Días atrás,  no sabía que existías.
     –A mí me pasa lo mismo.  ¿Creés en la amistad entre el hombre y la mujer? –inquirió,  mientras tomaba una empanada y se la llevaba a la boca pintada de rosa.
     –Todos podemos ser amigos hasta que se demuestre lo contrario –dije a guisa de broma,  y Vanina se rió.
     –¿Pero vos tenés amigas?
     –Pocas pero buenas –contesté sin dar más detalles.
     Luego le conté la odisea de mi regreso de Tucumán,  que me habían robado el celular en la terminal de Dorrego.
     –Venía mal dormido,  muerto de cansancio –expliqué.
     –Por lo menos conociste a tus hermanos y a tu viejo.
     –Y a Mercedes,  mi madrastra,  y  otros parientes.
     Nos quedamos en amistoso silencio.  Vanina había dejado la tele prendida en MuchMusic.
     –Así es la cosa –dijo Vanina,  sin especificar qué carajo era la cosa.
     Tomé un trago de gaseosa y tuve que contener las ganas de eructar.  Advertí que la joven me miraba.  ¿Nunca había visto a un tipo que se pasaba de feo?
     –Tengo una contractura en el cuello –anuncié,  y era cierto ya que me costaba doblar el mismo.
     –¿Querés que te haga masajes? –se ofreció ella–.  Te va a hacer bien.
     –¡No!  Yo…  Esteee…
     –Dale,  es un rato nomás –insistió Vanina con un brillo en los ojos.
     Rogué a Dios para mis adentros que no me hiciera acostar en una cama.
     –¿No puede ser otro día?
     –No,  ahora.  Acostate en mi cama.  A ver ese cuello.
     –Dejá,  Vanina –dije,  mas quería que me tocara.
     –Vení –dijo,  tras examinar mi cuello.
     Me tomó de la mano y me condujo a su habitación.
     Acostado sobre la cama,  a poco de sentir las manos de la joven que masajeaba mi cuello,  solté un “ahhh” de alivio.
     –Estás muy contracturado.  Tratá de relajarte –murmuró Vanina.  Como ella se había ubicado sentada sobre sus piernas,  sentía su cercanía y era una tortura deliciosa.  Si alargaba la mano podía tocarle las piernas.
     –¿Cuánto cobrás la sesión de masajes?
     –Nada.
     Me estaba agarrando calor,  y no precisamente por el tiempo.  Reparé en que se iba formando una dureza allá donde te dije.
     –Mierda,  ya se me paró –dije,  expresando mis pensamientos en voz alta.
     –¿Qué dijiste?
     –Que tenés manos suaves.
     –Gracias.  Si habré masajeado a mis novios.  Me decían que era buena.
     –Y no le han mentido.
     No quería ni pensar en lo que hacían en la cama Vanina y su novio de turno.  Chanchadas,  porque una mina de treinta años no debía de ser inocente en asuntos sexuales.  Sin embargo,  me han contado que hay mujeres que por más bellas que sean,  en la cama no sirven ni para hacer un crucigrama.  Son frías y no han experimentado con fantasías,  puesto que el gusto está en la variedad,  ¿verdad?
     –Creo que ya está –dije.
     –Te masajeo la espalda,  de paso.  Sacate la remera.
     Ya no me gustaba tanto que siguiera tocándome.  Vanina estaba pasada,  ¿has visto?
     –Se me fue toda la tensión –dije.  Tenía yo la erección del siglo,  modestia aparte.
     –Nada que ver.  Tenés muchos nudos.  Con unos cuantos masajes más esta noche vas a poder dormir tranquilo –aseguró ella,  en tanto me quitaba la remera.
     –Como quieras –acepté de mala gana.
     No sé en qué momento me dormí.  Al despertar,  vi a Vanina durmiendo a mi lado en ropa interior de color rosa.  Admiré sus piernas bronceadas,  su nariz respingona,  su boca pequeña.  La tapé con una frazada,  y me marché.  Tal vez otro en mi lugar le hubiera robado un beso,  pero no me atreví a despertar a la bella durmiente.
    

     Me encontré en la calle al Rulo Flores,  a quien yo le había presentado a mi prima Yanina,  ahora de novia con un contador público.  No era boluda para elegir candidato la Yani.
     –Che,  ¿qué te pasó en la cabeza? –pregunté.
  .  –Rompí con la promesa que había hecho ¿te acordás?  A la mierda con los rulos,  me dije un día y fui a la peluquería y me rapé.  ¿Qué contás?  ¿Todo bien?
     –Sí.  Conocí a una mina que está buenísima.  Vanina se llama.  Somos vecinos.
     –¿Y qué onda con ella?
     –Nada.  Cenamos.  Hablamos bastante.  Me dio unos masajes y…
     –¿Pero vos sos boludo?  Negro,  esa mina se te está ofreciendo en bandeja.  No pierdas la oportunidad de cogértela.  No seas como yo,  que vi el otro día a Yanina,  y me dieron ganas de apretarme los huevos con una prensa.  La desprecié y me jodí.
     –Vamos por parte.  Que una chica te haga masajes no significa que quiera coger con vos.  Y ella no me ha tirado ninguna indirecta ni yo le di a entender nada.  Somos amigos,  nada más.
     –Te vas a arrepentir,  boludo.  Cuando consiga novio no te va a dar ni la hora.  Ojalá me equivoque.
     –Vamos a ver,  dijo un ciego.


     Era la hora de la siesta.  Yo había dormido mucho,  y por tanto no tenía sueño.  Así que me dediqué a ordenar el patio,  y por simple curiosidad se me dio por chusmear a ver qué había del otro lado del  paredón,  puesto que oía risas.  Me paré arriba de un tacho de basura,  y grande fue mi sorpresa al ver a Vanina con una amiga,  tomando sol,  acostadas boca abajo,  ambas en mallas enterizas de lycra. Si estuviera el Rulo,  se hubiera hecho una buena paja,  pensé reprimiendo una risa.
     –…Y después de los masajes,  ¿qué te dijo tu amigo? –quiso saber la amiga,  una rubia culigorda,  que no era tan fea.
     –Nada,  porque se durmió,  y al rato me dormí yo también –respondió Vanina.
     –Para mí es un boludo –espetó la rubia–.  Ni siquiera se animó a besarte.
     –¡La boluda sos vos,  gorda culona! –vociferé,  por lo cual perdí el equilibrio y caí.
     –¡Alejandro!  ¿Estás bien? –se preocupó Vanina.
     –Sí,  estoy bien –repuse,  algo dolorido.
     Vanina asomó la cabeza por encima del paredón.
     –¿Me estabas espiando? –inquirió con enfado.
     –¡No!
     –No mientas,  Alejandro.  ¡Sos un mirón!
     –Bueno,  sí –admití sonriendo–,  pero ¿qué tiene de malo mirar?  No es un delito.
     –Bueno.  Pedile disculpas a Guadalupe por haberle dicho “gorda culona”.
     –¿Dónde está tu amiga?
     –Hola –saludó la tal Guadalupe,  y medio que se sonrojó.
     –Hola.  No sé si pedirte disculpas.  Vos me dijiste boludo.
     –Te pido perdón –dijo la blonda–.  No sabía que estabas escuchando.
     –Está bien,  ya pasó –dije–.  Yo a vos te conozco.  ¿No estabas en la Banda Infanto-Juvenil,  hace mucho,  tocando la trompeta?
     –Sí,  qué memoria tenés –contestó Guadalupe–.  Era pendeja en aquel tiempo.  Vos tocabas trombón.
     –Sí,  sigo tocando.  ¡Cómo creció la nena! –me reí,  no obstante a nadie le causó gracia mis palabras.
     –Bueno,  Alejandro.  Nos vamos –se despidió Vanina con su mejor cara de culo,  sintiendo,  quizás,  que había perdido protagonismo por culpa de su amiga.


     Vanina ocupaba todos mis pensamientos.  Debía yo armarme de coraje y tirarle los galgos del amor,  aunque rebotara cual una pelota de básquet.  Pero tenía mis dudas acerca de si tal empresa fuera exitosa.  Tampoco podía vivir en una nube de pedos,  soñando con ella.  Sin embargo me aferraba a la esperanza de que al menos había onda entre Vanina y yo.  Y no hubiera deseado a ninguna otra mujer.  Sólo existía ella.
     Una noche de calor me puse a regar el césped del jardín.  En eso Vanina llegó en su auto.  Ni me saludó.  Qué culeada,  me dije.  Sin pensarlo,  le toqué la puerta varias veces,  y como no salía a atender entré sin pedir permiso.  Vanina se hallaba en el baño,  duchándose.  Era de esas personas que cantan mientras se bañan.  Me gustó su voz de soprano.
     –¿Quién anda ahí? –clamó Vanina–.  Voy a llamar a la policía.
     –Soy Alejandro,  che.
     –¿No te enseñaron que no podés entrar a una casa ajena sin permiso?
     –Perdón –dije,  y tomé asiento en un sillón cómodo–.  La puerta estaba abierta,  y creí que te había pasado algo malo.
     –No necesito que te preocupes por mí.  Soy una mujer adulta,  y sé cuidarme sola.
     –Mirá,  Vanina,  no te escondas en el baño.  Vení y decimelo en la cara si tenés ovarios.
     –Ya salgo.  Prepará el culo,  porque con la patada que te voy a dar no te vas a poder sentar en una semana –amenazó la joven.
     –¡Ja,  ja,  ja,  ja!  Qué miedo.
     –Hablo en serio.
     Minutos más tarde apareció Vanina,  vistiendo una pollera corta de jean,  sandalias y una musculosa de color turquesa.
     –¿Te sacaste la lotería que ya no saludás? –dije para fastidiarla.
     –No te vi.  Ponete cómodo.  Sentite como Pancho por su casa –se burló la señorita morocha–.  ¿A qué viniste?
     –A invitarte a comer un asado,  mañana a la noche.  Viene un amigo,  y podés traer a Guadalupe.
     –No sé,  voy a ver –dudó ella,  y encendió un cigarrillo.
     –No faltes.
     Le di un beso en la mejilla,  y me fui.
     –Chau,  mirón –se rió la desgraciada.
     –Andá a cagar.
    

     Yo no tenía ni idea de cómo se hacía un buen asado.  El ahora pelado Flores tampoco.
     –Hacer el fuego es una boludez –dijo Flores–.  Lo demás debe ser fácil.
     –Y bueno,  probemos –dije.
     Logramos hacer fuego,  y sobre la parrilla pusimos la carne y los chorizos.  Vanina me había confirmado que vendría con la amiga,  a eso de las diez de la noche,  y traerían más bebidas.  El Rulo había traído una botella de vino fino,  y yo había comprado cervezas.
     –¿Vos sabés el vino que vas a tomar? –quiso saber Flores.
     –No,  ni puta idea,  che.
     –Es un Malbec,  cosecha 1983,  cuando en ese entonces Alfonsín asumió la presidencia,  y restableció la democracia.  Los militares habían matado a mucha gente.  Se creían dioses que tenían poderes sobre la vida y la muerte de la gente.  Qué locos hijos de puta.  Para mí se les fue la mano con la represión y la desaparición de personas.
     –Sí,  sabía esa historia –murmuré,  mirando la botella que tenía el Rulo,  con deseos de tomar un trago.
     –Este vino es riquísimo,  Negro.  Hay que degustarlo bien despacio.  Disfrutar el sabor.  No tomar apurado porque te mamás enseguida.  Y ni se te ocurra rebajarlo con agua.
     –Sí,  claro.  Abrí la botella,  boludo –lo apuré al Rulo.
     –Pará,  pará,  no seas impaciente –pareció enojarse Flores,  al tiempo que acomodaba los chorizos y daba vuelta la carne para que tuvieran mejor cocción,  como si de verdad supiera hacer asado–.  Qué asado vamos a comer.  El asado sale bueno si el asador se pone en pedo.  Me dijo un amigo.  Es así,  che.
     –Dejate de joder,  Rulo,  y dame un trago.  Tengo sed –alargué la mano para quitarle la botella,  pero el Rulo no la soltaba.
     –¿Todavía no te tiraste a la  morocha?
     –No se dio la oportunidad –le confié.
     –Esta noche puede ser histórica para vos.  Ya te veo de novio con Vanina.  Dios le da el pan al que no tiene dientes.
     –¡Dame esa botella,  pedazo de pelotudo!
     Justo sonó el timbre de casa.  ¡Eran las chicas!
     –Tratá de portarte bien –advertí a Flores.
     Abrí la puerta,  y encontré a dos bellezas.  Me saludaron con un beso y las invité a pasar.
     –¿Tu amigo está? –se interesó Guadalupe,  la rusa culona.
     –Está haciendo el asado –informé.
     La blonda bien podría ser una futura pareja para el imbécil de Flores.  Los presenté al pelado,  quien no le sacaba los ojos de encima a Guadalupe.
     –¿Te gusta hacer asado? –fue la pregunta de Guadalupe.
     –No,  pero alguien tenía que hacerlo.  Te queda linda la pollera.
     –Bueno,  gracias –se sonrojó la rusa.
     Vanina fue hasta la cocina a preparar ensalada de repollo.  Yo la seguí.
     –Tu amigo es más baboso de lo que yo pensaba –manifestó Vanina.
     –Sólo le dijo un piropo.  Vos estás divina con ese short.  ¿Podrías dar una vuelta para mí?  Por favor. 
     –No seas desubicado –me retó la joven.
     Me acerqué a ella y le acaricié los cabellos.
     –No tenés los pelos pajosos –dije en tono de broma.
     –No me toques.
     –Bueno…  Necesito un trago –abrí una cerveza,  y me dirigí al patio trasero.  ¡Por Dios,  qué mujer histérica!
     –Tanto que jodías con el vino,  estás tomando cerveza –expresó el pelado al verme,  quien bebía vino de una jarra de plástico.
     –Andá a la puta que te parió.  Disculpá,  Guadalupe.
     –No hay problema –se sonrió ella–.  Yo también soy de putear.
     –Ojo con este tipo que es un mentiroso –dije yo–.  No creas en lo que te dice.
     –Tiene una teoría interesante sobre el hombre y la mujer –dijo la rubia.
     –Le contaba a Guadalupe que en realidad el hombre no levanta a la mujer.  Es al revés.  La mujer es la que te levanta.
     –¿Por qué? –inquirí,  interesado en la charla de Flores.
     –Y porque si la mujer no te da pie,  si no te da bola,  no pasa un carajo.  A veces una simple mirada basta.  El clásico coqueteo,  ¿no?  Las minas tienen mucho poder. Si ellas quieren,  nos tienen comiendo de la mano,   como quien dice –se entusiasmó el pelado Flores,  y creo que algo de razón tenía–.  Te digo más: viene una chica,  no importa si es linda o más fea que mi culo,  y te dice “vamos a la cama”,  sos un grandísimo pelotudo si te negás.  A no ser que seas gay.  Pero la mina te levantó.  Es así,  che. 
     –Depende del contexto social en que uno se encuentre –opiné.
     –Coincido con Alejandro–dijo Guadalupe,  aceptando la jarra de vino que le pasaba Flores.
     –¿No sienten olor a quemado? –dije yo.
     –¡La gran puta! –exclamó el pelado.
     Vanina observaba la situación desde la puerta que daba al patio.  Pudimos salvar la carne,  pero los chorizos tenían quemaduras de tercer grado.  Era una lástima.
     –¿Si encargamos unas pizzas? –sugirió Guadalupe,  temiendo que no alcanzara la comida.
     –Podría ser –contesté.
     Consulté con Vanina,  y ésta estuvo de acuerdo.  Al rato,  nos hallábamos cenando afuera,  bajo las plantas.  Soplaba una brisa fresca.
     –Está buena la carne –comentó la rubia.
     –Merezco un aplauso,  ¿no? –dijo Flores.
     Aplaudimos para complacerlo.  El boludo sonreía.
     –Alejandro,  ¿me alcanzás un pedazo de pizza? –pidió Vanina,  que se había sentado junto a mí.
     –Yo no sé cómo va a terminar nuestra historia –le dije a Vanina.
     –¿Qué historia?
     –Lo que hay entre vos y yo.
     –¿Estás loco?  No hay nada ni habrá.  No hablás en serio.
     –Era una joda –dije–,  quedate tranquila.  Rulo,  abrí otra botella de cerveza,  de las que trajeron las chicas.  ¿Vos qué tomás?
     –Vino me hace mal –dijo Vanina–.  Cerveza voy a tomar.
     –¿Trabajás?  ¿Estudiás? –le preguntó Flores a Guadalupe.
     –Estudio Psicología.
     –Brindemos por la futura psicóloga,  che.
     Después de los postres,  puse música por si alguien deseaba bailar.
     –¿Bailamos? –invitó Flores a Guadalupe,  quien no puso objeciones,  y ahí nomás se movieron al ritmo de una cumbia vieja.  Vanina y yo miramos,  divertidos,  las payasadas que hacía el Rulo al danzar.
     –¿Venís siempre a este boliche? –dije en broma a Vanina.
     –Qué idiota –se rió ella–.  Te está afectando el vino.
     –Un poco.
     Me aproximé aún más a la joven.  Guadalupe y Flores seguían danzando.  Por lo visto se llevaban bien.  Vanina me miró,  y esbozó una sonrisa tímida.
     –¿Querés que bailemos?  Me estoy aburriendo –dijo la morocha.
     –Como quieras,  pero te aviso que soy de madera para bailar.
     –No importa.
     Así que bailamos.  Trataba yo de no pisar los pies de Vanina,  quien se reía por algo que le contaba Guadalupe al oído.  El pelado me guiñó el ojo.
     –Contame de qué te reís –inquirí a mi compañera de baile.
     –No,  parece que nos quedamos solos.  Tu amigo se va con Guadalupe a dar una vuelta,  je, je.
     Aleluya,  pensé.  Esta puede ser mi gran oportunidad.
     Como a la media hora,  El pelado Flores,  hijo de mil putas,  se llevó a Guadalupe.
     –Suerte –les dije a ambos–.  Y diviértanse.
     –Gracias,  Negro –respondió Flores,  abrazando por la cintura a Guadalupe,  que también lo abrazaba–.  No se preocupen.  Guadalupe queda en buenas manos.  Adiós.
     Me serví más cerveza,  y encendí un pitillo.
     –Bueno,  al fin solos –dijo Vanina,  y bebió un trago de cerveza.
     –Eso tengo que decirlo yo.
     Vanina empezó a sacarse la ropa.  ¿A qué estaba jugando esta mina?
     –¿Vos querías verme en pelotas?
     –¿Qué hacés?  Te estás ofreciendo como una puta,  y no me gusta.
     –No te cobro nada,  Alejandro.  Los dos queremos un revolcón,  ¿no?
Vamos a la cama. 
     –Dejate de joder,  Vanina.  Estás pasada.
     –Ah,  ya entiendo.  Vos querés un amor,  ¿o me equivoco? –dijo ella,  tan seria.
     –No sé,  estoy confundido.  Hay veces en que te veo como una prima lejana,  una amiga especial.  Y una mujer deseable,  ya te digo.  Reconozco que he fantaseado con vos.  Pero sí,  quiero una novia…
     –Ajá.  Si no te jode,  me voy a dormir.  Estoy cansada.
     Comprendí que mis chances de tener una pareja estable con Vanina se habían ido al carajo.  Ella misma se había encargado de matar lo poco que sentía por la joven quedando como una prostituta de cuarta.
     –Podemos seguir siendo amigos –dije, algo triste.  Me contentaría con verla nada más.
     –Por mí no hay drama.
     Se despidió con un beso.  Me pareció que Vanina tenía los ojos llorosos.
     –Qué suerte de mierda –dije en voz alta, cuando me hube quedado solo,  y seguidamente hice apuntes sobre poesías que nunca iba a terminar.



    
  
la persona a quien está dedicada esta historia es Belén Romano,  mi hermana de Tucumán.  También a Jessica le va a gustar,  una luchadora incansable de fantasías inocentes, je je.  Hasta pronto.