viernes, 4 de marzo de 2011

CORINA

CORINA
 
 
 
 
Corina Pérez era una ferviente lectora de novelas de bolsillo.  No bien murió su marido, quien en vida fuera carpintero y domador de caballos, se dedicó a leer a Corín Tellado, novelista romántica de entretenimiento.  Corina tenía una hija adolescente, Romina, muy mona, a quien amaba más que a la vida.  La madre de la muchachita era feliz con la colección de novelas inéditas de la famosa autora que habíale regalado Celia Urruti, una vecina del barrio.  Cada tanto Celia visitaba a Corina, y se contaban todos los chusmeríos habidos y por haber.
   Cierta mañana de verano, Romina le dijo a su vieja:
   -Mami, ¿qué compro para el almuerzo?
   Corina no contestó.  Estaba muy concentrada en una novela de Corín Tellado.
   -¡MAMÁ! -gritó Romina, que andaba en bikini, como si nada.
   -Estoy leyendo.  Dejame de joder.
   -¿Por qué me tratás así?  No me lo merezco.
   Corina dio vuelta la hoja, encendió un cigarrillo, y exclamó:
   -¡EL HIJO DE PUTA LE METÍA LOS CUERNOS!
   -¿Qué?
   -El esposo de Julia, ese sorete.  La Tellado no pudo haber escrito esto.  Es indignante.
   Romina suspiró, molesta.
   -Voy a comprar milanesas -decidió-.  ¿Me das la plata?
   -Está en mi cartera.  Ah, ya que vas al almacén comprame una petaca de licor de durazno.  Tengo sed.
   -¿No es temprano para tomar?  Acordate el otro día la borrachera que te agarraste.
   -Eso no te importa.  Y ponete algo de ropa.  Los chicos te van a comer el culo con los ojos.
   -¡Mamá!  No me gusta que hables así.
   -Andá a lo de Carmen, y no me interrumpas más.
   "Ojalá se quede ciega de tanto leer", pensó la chica, mientras se ponía una pollera corta para luego dirigirse al almacén.
   Al poco, Romina cocinó las milanesas.  También preparó ensalada de lechuga y tomate.  Corina seguía leyendo.  Ignoraba a su hija por completo.  Romina podía haberle dicho a su mamá que se iba a encamar con diez tipos, pero Corina no le daría ni la hora.
   -Mami, no podés estar todo el tiempo leyendo.  Hay otras cosas.
   La aludida se encontraba en las nubes, fantaseando que ella era la protagonista principal de la historia de amor, que la besaban hasta dejarla sin aliento, y que había encontrado a su príncipe azul.
   Ya le faltaba poco para terminar la novela, y no quería perderse el final por nada del mundo.  Cuando Romina juntó su plato a fin de lavarlo -había acabado de almorzar-, su madre prendió un cigarrillo.  La petaca estaba vacía.  Apenas había probado bocado.
   -¿Quién te regaló esos libros? -quiso saber Romina.
   -Celia.
   -¡ME CAGO EN CELIA!
   -No seas grosera.
   -Perdón, perdón.
   -Es lo mejor que me regalaron en cincuenta años.  ¿No tenés que ir a cuidar a la vieja? -Corina dejó la hoja doblada para continuar después.
   -Hoy tengo el día libre.  Pero estoy harta de lavarle el culo -rezongó la joven-.  Encima se tira pedos, y deja un olor a podrido.  ¡Es un asco!
   -No te quejes, querida.  Agradecé a Dios que tenés trabajo.
   Romina limpió la mesa, y Corina se preparó un emparedado de milanesa con lechuga y tomate.  Agarró el librito y retomo la lectura.
   -Yo sabía que iban a terminar juntos.  Me gustó -dijo minutos después.
   -¿Ahora se te da por leer? -se extrañó Romina.
   -Callate.  Mejor lavá el piso o andá a noviar.  Ya perdí la cuenta de los novios que has tenido.  Te duran un pedo en la mano.
   A Romina le corrían lágrimas por la mejilla.  Sabía que si le contestaba mal, recibía una cachetada.  Por lo tanto, se fue dando un portazo.
   -¡Vení temprano o te voy a buscar con la policía! -vociferó Corina.
 
 
   Corina y su vecina tomaban mate.  El reloj colgado en la pared de la cocina marcaba las cinco de la tarde.
   -Así que te gustó Corín Tellado -dijo Celia.  Era una cuarentona que vivía sola.
   -Sí, te juro que me atrapó la lectura.  Mirá que en mi puta vida agarré un libro.  Casi ni comí por leer.
   -Siempre hay una primera vez para todo -expresó Celia-.  Yo los tenía tirados en el galpón.  No te extrañes si encontrás algunos libros con cagada de gallina.
   -Está bien, no importa -sonrió Corina, tras lo cual le cambió la yerba al mate.  La vecina notó que Corina sudaba la gota gorda, cual gorrión dentro de un caño.
   -¿No la viste a la Romina? -preguntó.
   -No la he visto -contestó Celia-.  No me digas nada.  Se pelearon.
   -No le gustó que yo leyera -explicó la viuda-.  Le dije algunas cosas y se fue a la mierda.  Cuando tenga hambre va a venir.
   -Vos viste cómo son los chicos, Cori.  Se enojan por pavadas.  Ya se le va a pasar, quedate tranquila.
   -Si la violan, nunca me lo voy a perdonar -se preocupó Corina.
   -Dejá de preocuparte, che.  Mirá cómo estoy quedando por preocuparme tanto.
   Celia se quitó el pañuelo rojo que llevaba en la cabeza, y le mostró la alopecia, término médico que significa caída del cabello.
   -¡Dios mío, Celita, estás quedando pelada! -exlamó Corina, horrorizada.
   -Así vas a quedar vos.  Con el estrés no se jode -advirtió Celia, en tanto se colocaba el pañuelo-.  Cambiando de tema, parece que el quinielero se enamoró.  Siempre que va a casa pregunta por vos.
   -¿Pocho Ramos?  Es feísimo.  Aparte, no tiene donde caerse muerto.  No me hagas reír.
   En eso golpearon la puerta.  Corina chusmeó por la ventana, y vio a Pocho, el quinielero.
   -¡Cagamos!  ¡Es el pelotudo de Pocho!  Decile que no estoy.  Yo voy a esconderme a la pieza.
   -Esta Corina -se rió Celia, al tiempo que abría la puerta.
   -Buenas -saludó Pocho.
   -Cómo le va, Pocho.
   -Bien, bien.  ¿Se encuentra Corina?
   -Me dijo ella que no está.  Eh, digo, salió hace un rato.
   -Bueno.  Permiso, dijo el petiso -sonrió Pocho, y entró a la casa.
   Era un hombre de baja estatura, calvo, quien gustaba vestirse como un croto.
   -Oiga, ¿qué hace?  Nadie lo invitó.
   Corina, que había escuchado la conversación, se apareció en el living, donde se encontraban ellos.
   -Vos te pasás de boluda -espetó a Celita-.  Te pasás.
   -Bueno, che, no te enojés.  El que tiene boca se equivoca -se defendió Celia.
   -Celita tiene razón -acotó Pocho.
   -¡CÁLLESE LA BOCA, CARAJO! -lo reprendió la viuda.
   El grito de Corina era como una bofetada para el pelado, que se limitó a obedecer.
   -Yo me voy.  Los dejo solos -dijo Celia, incómoda-.  Tengo cosas que hacer en casa.  Nos vemos.
   Luego de la partida de Celia, Corina invitó al quinielero a que se sentara.  Se disculpó por haberlo retado, a lo cual Pocho le restó importancia.
   -Supongo que no habrá venido acá para que yo juegue algún número a la quiniela.
   -No, nada que ver.  Mire, Corina... -vaciló Pocho-.  Voy a ir directo al grano.  Me gustaría tener un noviazgo con usted, basado en la confianza, en el respeto.  Compartiendo cosas.  Los dos estamos solos, ¿no?  Sé muy bien, sin embargo, que nos conocemos poco, y yo...
   -Casi nada, diría yo -dijo Corina, interrumpiéndolo.  Aquel hombre era un sinvergüenza, sin duda.  Tenía la cara de piedra para declarársele.
   -Casi nada -repitió él, sonriendo apenas-.  Yo me pregunto, ¿tendría alguna posibilidad de..., este..., digamos, ser su novio?
   Corina pensó unos minutos en las palabras de Ramos, mordiéndose las uñas.  No se imaginaba conviviendo con Pocho, porque su intuición le decía que éste quería una novia para casarse, y ella no deseaba eso.
   -No quiero herirlo, pero usted no es el hombre que busco para un amorío, ¿me entiende?
   -Por supuesto, por supuesto, la entiendo.  Yo no soy lo que usted busca.  Me conformaría con ser su amigo -Pocho jugó su última carta-.  No lo tome a mal, ¿eh?  En una de ésas, de la amistad nace el amor.  Ha pasado.
   -No sé...  Por el momento prefiero estar sola.  Le digo más, no estoy enamorada de nadie.  En serio.
   -Bueno.  Como quiera -Pocho aceptó el rechazo con dignidad, aunque en el fondo se sentía como la mierda, pues tenía unas ganas terribles de llorar tirado en la cama de su casa-.  Voy a seguir viaje.  Gracias por la charla.
   -De nada.  ¿No quiere tomar mate?  ¿Café? -ofreció Corina.
   -Le agradezco pero no.  Esta mañana comí porotos, y ando jodido del estómago -rió Pocho, y se tiró un pedo ahogado-.  Disculpemé.  Se me escapó.
   -Está bien, Pocho.  Mientras no se cague.
   -¡Ja, ja , ja!  Bueno, Corina, la dejo.  Adiós.
   Pocho la despidió con un beso en la mejilla, y se marchó.  Corina se alegró de no haber quedado en nada con el quinielero.  Tapándose la nariz, echó desodorante de ambiente, por el hedor.  Y con un suspiro, tomó una novela de Corín Tellado, ANGUSTIOSA INQUIETUD, y se enfrascó en la lectura.  La Romina llegaría a la noche.
 

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