domingo, 6 de marzo de 2011

HISTORIAS - Escenas familiares

ESCENAS FAMILIARES
 
 
 
 
   -¡Pero este viejo pelotudo me tiene podrida!  ¡Lo único que hace es rezongar y rezongar, con el culo aplastado a la silla, todo el día!
   -¿Adónde se fue el abuelo? -preguntó Melina, una chica de veinte años, muy guapa, quien se hallaba estudiando para maestra jardinera.  Por culpa de los gritos de su tía Elena, no podía concentrarse.
   -Salió a caminar.  Ojalá no vuelva nunca más -dijo Elena, en tanto limpiaba la mesa de la cocina con un trapo gastado por el uso diario.
   -No seas mala, tía.  Es tu padre.  Tenés que entenderlo.
   -Ya sé que es mi padre, Melina.  ¿Sabés que hizo el otro día?  ¡Dejó el baño lleno de mierda!  Tuve que baldear el piso, por el hedor.  ¡Había soretes hasta en las paredes!  ¿Quién hace algo así, me querés decir?
   -Estaba tratando de llamar la atención -dijo Melina, a modo de explicación-.  No te olvides de que el abuelo tiene ochenta años.  Y estamos en la casa de él, así que en cualquier momento va a caer.
   -¡Qué hombre asqueroso, por Dios!  Te juro, Meli, que no lo soporto.  Lo tengo montado en un huevo.
   "¿Por qué no me habré quedado en lo de Ingrid", pensó la joven, arrepentida de haber rechazado la invitación de su compañera del Instituto Superior de Formación Docente Nro. 62, para estudiar juntas.  A veces, tía Elena se ponía demasiado hinchapelotas.
   -No digas pavadas, tía.  ¿Me vas a dejar estudiar de una buena vez?  La semana que viene rindo un parcial.
   -Y bueno, estudiá.  Yo no te molesto -replicó Elena.
   -Con tus gritos podés despertar a un muerto.  Si seguís rezongando, te van a salir canas multicolores -le advirtió la chica.
   -Estás exagerando, Melina.  Dejate de joder.
   La muchacha no podía creer por qué su tía seguía aún soltera.  Era tan distinta de Marcela, la mamá de Melina, que ya había perdido la cuenta de los novios de su progenitora.  "Tu madre cambia de novio como de bombacha", solía decir tía Elena, lo cual provocaba en Melina ganas de estrangularla, aunque en el fondo de su corazón la quería mucho.
   La vida nocturna de Elena era un completo misterio.  Cierta noche, Melina la encontró en la esquina del Hospital Municipal, con un tipo cuarentón, bastante avejentado.  Debían de ser algo más que amigos, porque el hombre intentaba darle un beso en los labios, pero Elena no se lo permitía, diciendo "basta, dejame en paz".  Melina había pasado en bicicleta por aquel lugar, de pura casualidad, rumbo a casa de una amiga, y reconoció en el acto la voz chillona de tía Elena.  Al sujeto con cara de viejo que quería levantarse a su tía no lo conocía.  Una vez, quiso preguntarle a Elena por ese "supuesto novio", mas no se animaba.  No tenía tanta confianza como para meterse en la vida privada de Elena.  Además, Melina estaba segura de que la tía la iba a sacar cagando si le contaba tal chusmerío.
   Habían pasado años después de aquella noche, y Melina jamás supo qué carajo hacía Elena cuando se encerraba en su pequeña vivienda en horario nocturno.  Por cierto, Elena no tenía apariencia de una bruja, ni siquiera de profanadora de tumbas.  ¿Encendería velas con el propósito de pedirle a San Antonio que le mande un novio?  Melina no lo sabía.  ¿Tendría la tía tela de arañas ahí abajo porque ningún tipo la tocaba?  Melina tampoco lo sabía.  ¿Creería Elena en la vida después de la muerte?  No lo sabemos.
   -¡Melina!  Te estoy hablando.  ¿Sos sorda?
   -Perdoná, tía.  ¿Qué decías? -la muchacha se había quedado perdida en pensamientos sobre la hermana solterona de su madre.
   -¿Mañana estás ocupada?  Hay que cocinarle al abuelo al mediodía.
   -¿No puede ser otro día?  Mañana no puedo.
   No podía postergar el encuentro con Ariel, su novio.  Hacía tres días que no se veían, sin embargo a Melina le parecían siglos.  Estaba tan enamorada de Ariel, que soñaba con casarse con él, y tener hijos.  Si no sentía los brazos de su novio rodeándola, y los besos que se daban, a Melina le iba a agarrar un ataque de caspa.
   -Yo tampoco puedo, Meli -objetó la tía-.  Te pido que lo hagas como un favor.  Hacelo por la memoria de la abuela, aunque sea.
   Al oír nombrar a la abuela Dora, y todo lo que había sufrido por esa enfermedad que la llevó a la muerte, a la joven se le hizo un nudo en la garganta.  Sentía que se le cerraba el pecho por la angustia.  No quería llorar delante de tía Elena. 
   -¿Y Daniel, Mariana, Pablo y Gabriela?  Ellos también son nietos.  Podrían ayudar, ¿no?
   -A ellos no los contés, olvidate.  Ni mucho menos a la falsa de Mercedes.  ¿Viste la cara de culo fruncido que tiene?  Por suerte, no fui al casamiento de Roberto, que es un interesado de mierda.  ¡Quiere cobrar el seguro de la abuela!  Te habrás dado cuenta de que no tengo trato con esos parientes, ni siquiera con mi hermano Roberto.
   -A mí el tío me saluda -musitó Melina.
   -Allá vos -dijo Elena-, es cosa tuya.  Me tiene sin cuidado que no me saluden.
   Si algo tenía en común Melina con Elena, era no poder ver a la tía Mercedes ni en sueños.  Es más, si la cruzaban en la calle, cambiaban de vereda, y fingían no conocerla.
   -Bueno, entonces, ¿podés cocinar para el abuelo? -inquirió la tía Elena.
   -Está bien -decidió la joven, pese a que el arte culinario de Melina dejaba mucho que desear, y Elena sabía esto, pero no quedaba otra alternativa.  Javier estaba en Buenos Aires, trabajando en la Agrupación Albatros de la Prefectura; Florencia aparecía cada muerte de obispo a saludar al abuelo; Antonella, una de las primas, vivía en Bahía Blanca con su novio Mauricio, y cuando podía venía a ayudar con la comida; Sandra se hallaba felizmente juntada con un tal Fabio Uribe, y Mariano residía en Mar del Plata, quien también pertenecía a la Prefectura Naval Argentina.
   Melina más tarde llamaría a Ariel, y le diría que no podían verse sino hasta la noche.  Tenía la casa para ella sola, ya que Marcela se había ido a Punta Alta, y no volvería al menos por unos días.  ¡Qué suerte!
   En eso, ingresó a la casa el abuelo Eulogio, rengueando, y muy agitado, como si hubiera corrido una maratón.
   -¡Papá!  ¿Estás bien? -exclamó Elena, preocupada.
   -Sí.  ¡Meli!  ¿Qué hacés acá? -se asombró el abuelo.
   -¡Hola, abuelo!  Vine a visitarte -Melina le dio un beso en la mejilla, y sonrió-.  ¿Vos cómo andás?
   -Bien.  Salí a caminar un poco.  ¿Tu madre?
   -Está en Punta Alta -informó la chica, sin dar más detalles acerca de su mamá.
   -Ah, bueno.  ¿Qué comemos mañana? -preguntó Eulogio a Elena.
   -Qué sé yo -respondió la mujer-.  Yo mañana no estoy en Dorrego.  Melina te va a cocinar.
   -Cuando vivía la abuela, estaban todos acá -dijo el abuelo con enfado, al tiempo que abría la heladera, y bebía un trago de cerveza-.  Ahora no hay nadie.
   Melina intuía una discusión acalorada entre el abuelo y la tía, así que por las dudas juntó sus cosas, dispuesta a marcharse.  Se iría al centro a dar una vuelta, con tal de no escucharlos, porque le hacía mal.
   -¿Y qué querés que haga yo, papá?  No puedo andar atrás del culo de ellos.  Todos tienen su vida.  Por algo no vienen.  No me vengas a romper las pelotas con que no hay nadie.
   -Tía, no trates así al abuelo -intervino la joven, procurando calmar los ánimos.
   -¡Vos no te metás! -manifestó Elena.
   -¡Por qué no se van a la mierda las dos, y me dejan en paz, qué tanto joder!  A la vejez tengo que andar renegando.  Qué cosa seria, che.
   -Yo me voy.  No me ves más el pelo -amenazó Elena.
   -¡Andate de acá, ya mismo! -se hizo oír el abuelo, gritando, y ahí nomás le arrojó la botella de cerveza.  No tuvo buena puntería.  La tía se había hecho a un lado, justo a tiempo.  Un montón de vidrios rotos estaban desparramados en el piso.  Se sentía en el ambiente olor a cerveza rancia.  La tía Elena no lo pensó dos veces, y se fue de la casa.
   -¿Y vos qué mirás? -espetó el abuelo a su nieta, que se había quedado paralizada por el giro de los acontecimientos.  La furia del abuelo daba miedo-.  ¿No te dije que te fueras?
   -La abuela no se merecía haber muerto.  Era una buena persona -murmuró Melina con ojos llorosos.  El abuelo no dijo nada.  Se sentó en una silla, y prendió el televisor.
   -¡Melina, dejalo solo! -dijo Elena, desde la vereda-.  Se va a cagar de infeliz, porque nadie lo va a querer.
   -Chau, abuelo -se despidió Melina, sin mirarlo, y corrió a reunirse con su tía.
   -No sé vos, pero yo no vuelvo más a la casa de tu abuelo -afirmó la tía-.  Que se joda.
   -Como quieras -susurró la joven, y no hablaron más del tema.
   Saludaron al Petiso Bahía, un vecino del barrio PYM, y se encaminaron a la vivienda de Florencia.
 
 
 
En memoria de mi abuela Dora

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